Un delfín y una toalla

Se enamoraron.

Ella, le enseñó como se andaba, paso a paso, luchó por que anduviese sólo camino de sus brazos. Porque ella, sabía que los delfines, si se les muestra que se les quiere, pueden andar.

Le enseñó las palabras justas para saber decir su nombre, que nunca se aprendió, pero que siempre entendió como toalla, como las del baño, en vez de Soraya.

Le enseñó a responderle que la quería. A decir moito, si le preguntaba cuánto.

Le enseñó a responder a su nombre y levantarse, a abrir los brazos para poder sentirlo contra su pecho en microsegundos, a decir adiós con su mano, a comer galletas sin partir y a mojarlas en los tarros de mermelada, a comer a cucharadas los yogures y también las fichas de los puzzles en bocados pequeños; a vigilar sus movimientos por la sala, a sonreírle cuando le llamaba, a cuidar de una muñeca, a mover la cabeza ladeándola lentamente, mientras se tambaleaba camino de sus brazos.

Le recordó mil veces su nombre, el de él y el de ella, le recordó el nombre de sus padres, el de su hermano José que se fue y nunca volvió. Le escuchó mil veces decir que él era de una casa que hay en Val do Vao y qué no sabía dónde estaba su madre o que estaba por allí.

Le enseñó, se empeñó, y al final fue ella quién más aprendió, quien empeñó su corazón.

Buscó que la reconociese, que la quisiese y al final es ella quien no puede olvidarse de su delfín que aprendió a andar,

y que al final…se echó a volar el día antes de llegar el verano, catorce meses exactos, después de su primera mirada.

Su delfín voló.

Y ella, se perdió en el mar de la Esperanza.

 

Artículo de una educadora de la Fundación San Rosendo, Soraya Mangana Rivas.